Escena 9 – El dragón dormido
Caos inicial: 5 (ha subido uno)
Lugar: el monasterio
Personajes: Monjes mendicantes, Aralic, Anastasia Atrapes, orcos asaltantes, rata gigante, dragón?, Andreas Prinkips, Skar y Brirgihn (hombres rata)
Hilos: Recuperar el tesoro del monasterio
Fyrmont, Tserdain 10, tarde, cielo cubierto, 20, día húmedo
Tras debatirlo en el claustro, los aventureros decidieron buscar algún tipo de pasadizo secreto que comunicara la iglesia con el resto del recinto. Si no encontraban nada, no tendrían más remedio que colarse por la grieta de Ingwor (así empezaron a llamarla). Sin embargo, antes quisieron informar a los hombres rata del destino de su compinche. Estos vieron con sus propios ojos lo que había pasado, y agradeciendo a los aventureros por el trabajo, se despidieron con prisas aludiendo a una urgente necesidad de regresar a su madriguera. Sebo y Karsa se cerraron la salida del scriptorium, y un par de frases en tono alto de Dávide cambiaron el curso del trato llevándolo de nuevo por buenos derroteros. Los hombres rata desembucharon las 100 monedas que habían prometido y desaparecieron del monasterio apresuradamente.
Iniciaron el registro. Dedicaron unas dos horas en inspeccionar palmo a palmo todo el mandatum, el armarium y la pared norte del scriptorium, pero la búsqueda fue inútil. Aunque el sol ya estaba bajo, todavía faltaban un par de horas para la llegada de la noche, con lo que se dirigieron a la grieta de Ingwor. Athenais escaló hasta la zona alta de los escombros que taponaban el acceso a la iglesia. Esperó unos minutos tratando captar algún sonido, pero no escuchó nada. Metió la cabeza. La sala del coro estaba oscura, pero más allá, a la derecha a media altura de la nave principal, un gran agujero en el techo permitía la entrada atenuada de la luz del largo atardecer estival, cayendo como una cascada anaranjada sobre un enorme dragón dormido. Athenais tragó saliva y sacó la cabeza del agujero, empapada de sudor por el calor de la iglesia, la humedad y el miedo.
Descendió intentando controlar la respiración. Hizo señales a sus compañeros para que la siguieran hacia el exterior en la entrada principal. Ahí les explicó lo que había visto. Así que el dragón no era un mito. Hasta ese momento habían tenido la esperanza de que todo fuera algún tipo de patraña y que la amenaza fuera de otro tipo. Pero ahí lo tenían. Todo un dragón adulto durmiendo plácidamente a escasos metros de dónde se encontraban. Las leyendas decían que el sueño de los dragones podía alargarse durante meses. También decían que dormían con lo ojos abiertos y los sentidos en alerta para detectar a los ladrones de su tesoro, pero este no había dado señales de despertar, a pesar del ruido causado durante la exploración. ¿Podía ser que hubiera caído en un sueño especialmente profundo? ¿Y si estaba sordo? Entrar era muy arriesgado, pero la oportunidad de hacerse con el tesoro de un dragón dormido era de las de una vez en la vida. Además estaba también el tesoro de los monjes. Athenais decidió colarse y acercarse al dragón. Si no se despertaba, haría una señal para que el resto también entrara. Especialmente necesitaba la presencia de Helena y de su magia para abrir el portal supuestamente sellado mediante el pergamino del abad. Tal vez la sabiduría de Karsa también fuera de utilidad.
Así que encendieron varias antorchas y volvieron a la grieta de Ingwor. Athenais metió primero el brazo de la antorcha y luego pasó el resto del cuerpo. Iluminada por la tea, pudo descender al otro lado de la montaña de escombros. La ladrona se movió deslizándose como una sombra (17 en la tirada de movimiento silencioso, tenía solo un 20%). A medida que avanzaba, la luz de la antorcha transformó lo que parecía un bulto en el suelo en un cadáver ataviado con los restos chamuscados de un sayo. ¿Sería el cuerpo del abad? A su alrededor había todo tipo de huesos desparramados entre los bancos rotos, y todo estaba manchado de tizne y sangre seca. Unas escaleras de ébano ascendían quebradas hacia el coro superior, enmarcando al dragón durmiente iluminado por la luz anaranjada del atardecer. Sus ojos seguían cerrados, y su cuerpo, como el fuelle de un titán, se inflaba y se vaciaba con regularidad. Athenais avanzó sigilosamente por la pared norte hasta situarse al lado del dragón. Más allá de él, alcanzaba a ver el altar de la iglesia, varias tumbas de mármol, y una puerta orientada hacia el sur, hacia la pared del armario de las polillas o la del scriptorium. Con la mano libre hizo una señal para que entraran Helena y Karsa, que se había quitado la cota de mallas para moverse con más agilidad. Solo llevaban la mochila, un arma enfundada, y una antorcha cada uno. Helena también llevaba su grimorio con los pergaminos.
El descenso de la pareja fue desastroso. Varias rocas cayeron rodando cuando no habían dado más que los primeros pasos. Las rocas provocaron una pequeña avalancha de poco recorrido, pero de gran sonoridad debido a la reverberación de la iglesia. Durante unos segundos no hubo un solo pestañeo. Todo dejó de existir por unos momentos, excepto el sonoro retumbar de las rocas rebotando en las paredes de la colegiata, y la presencia amenazante del dragón dormido. Volvieron a pestañear al sentir que el eco abandonaba el templo por el agujero del tejado, camino hacia un cielo de color púrpura en el que ya brillaba alguna constelación. El dragón detuvo la respiración. Su cuerpo se estiró y se abrieron unas alas. La cola dio dos rápidos latigazos, y la bestia cambió de lado mientras cerraba las alas emitiendo un ardiente bufido. De nuevo la calma.
El sudor empapaba a los tres, paralizados por la tensión y soportando el calor que emitía el dragón. Cuando el ritmo de sus latidos volvió a la normalidad, decidieron esperar todavía un poco más. Athenais, a escasos metros del dragón, apareció de detrás de la columna tras la que se había ocultado y volvió a hacer señas a los otros para que se movieran. La maga y el sacerdote dejaron atrás el derrumbe y continuaron su avance extremando las precauciones. Hubo un momento en que la tensión de andar en silencio hizo que Karsa perdiera el equilibrio, y buscó instintivamente algo en lo que apoyarse para no dar con su cuerpo en el suelo. Quiso el destino que su mano fuera a dar con la escalera de ébano, que emitió un crujido de inmediato. Helena y Atehnais se giraron en dirección al clérigo. Inmóvil, blanco como la luna, Karsa miraba sudando hacia el coro superior. Otro crujido, esta vez más fuerte, seguido de varios más que empezaron a levantar nubes de polvo alrededor del ala derecha del coro encima de él. Con un chasquido lastimero, la estructura se vino abajo, levantando una gran nube de hollín y ensordeciendo a los ladrones. Al resto del grupo se les heló la sangre.
Athenais se ocultó rápidamente detrás de la columna. Karsa pudo apartarse en el último momento del desprendimiento, pero quedó separado de las dos mujeres al menos por la nube de hollín. Helena no tuvo tanta suerte, y el coro cayó de lleno sobre ella. Athenais estaba paralizada por el terror. Daba a sus nuevos amigos por muertos, y estaba encerrada con un dragón que indudablemente se iba a despertar con la cena servida. La antorcha de Helena no se había apagado. Gracias a ella, Athenais pudo ver cómo la sombra del dragón se erguía como mirando hacia el agujero del tejado, volvía a abrir las alas y, emitiendo un bufido en llamas hacia el cielo, rugía unas lastimeras palabras en un idioma desconocido para ella. Inmediatamente, la sombra volvió hacia el suelo y se hizo de nuevo el silencio. Los minutos parecieron horas. La antorcha de Helena se extinguió, y la única luz era ahora la de la tea de Athenais. Al rato se oyó un quejido, y algo que se arrastraba. Athenais se atrevió a mirar desde detrás de la columna. El dragón seguía durmiendo, apoyando la enorme cabeza en una de las columnas del templo. Más allá, Helena se arrastraba alejándose de la zona del derrumbe (perdió 4 de 5 pv), ayudada por Karsa. Athenais rodeó al dragón hasta llegar a la pared sur con sus compañeros, y se alejaron juntos hacia la puerta que habían visto les parecía hacía una eternidad. A la antorcha le quedaba poca vida, pero no les costó encontrar varias velas y candelabros, con lo que ese rincón de la iglesia quedó medianamente iluminado. La puerta era de roca viva, no tenía pomo y estaba perfectamente ajustada a su marco. Sobre ella, había seis superficies de piedra lisa con unas líneas horizontales en la parte inferior. La maga las identificó como el sello de cierre mágico que estaban buscando, aunque todavía desconocía el significado de las letras de los pergaminos. Helena recurrió a su magia. El único sortilegio que conocía, Leer Lenguajes, le permitía entender cualquier tipo de idioma escrito. pero también descifrar códigos. Susurró la fórmula mágica. Inmediatamente, todo cobró sentido. Las letras de los pergaminos se movieron en su mente formando una extraña palabra que adquiría significado. “EUREKA”, una palabra de un idioma extinto hace siglos, cuyo significado se traducía por algo similar a “lo encontré” [Evidentemente, yo ya sabía que la palabra era Eureka, faltaría más, pero lanzar el sortilegio me pareció una manera elegante para que mis PJs descifraran el secreto de cómo romper el sello. Además, no se podrá decir que la maga no hizo magia durante la partida]. Helena susurró la palabra delante de la puerta de piedra, y esta se desvaneció.
La sala era una pequeña sacristía dónde efectivamente se guardó el tesoro del monasterio. Un gran baúl contenía varias hermosas piezas de orfebrería, una bolsa de terciopelo con forro de seda, piezas de ropa de excelente factura, el retrato de una inmortal y una cubertería de oro de 12 piezas. Una lujosa caja forrada de tul azul oscuro contenía un valiosísimo collar de cristales de roca. Debajo de las cajas había una pila de lujosas vestimentas ceremoniales y otros brillantes accesorios sacros. Apoyada en la pared, encontraron una rara ballesta de repetición, y cerca de ella dos dagas de plata con adornos de color verde en la empuñadura. También había una hermosa estatuilla de jade amarillo representando a un perro, y un saco de cuero que contenía monedas por un valor total superior a las 150 monedas de oro, acompañadas de dos turquesas, cuatro peridotos y cinco hematíes. Athenais preparó los fardos, envolviendo con las vestimentas los objetos del tesoro que más ruido podían hacer al chocar unos con otros. Llenaron con el tesoro envuelto tanto los sacos que traían en las mochilas, como estas. Karsa y Atehnais cargaron con el baúl caminando de puntillas. Helena hizo lo mismo con el saco menos pesado, con las dagas de plata sujetas al cinto. La vuelta a la grieta de Ingwor tuvo algún sobresalto, pero esta vez nada hizo que el dragón abandonara su profundo sueño. En la grieta les esperaban sus compañeros, quienes celebraron con silenciados vítores volver a verles y acabando con la incertidumbre en la que se lamentaban desde el estrépito del coro superior. Los tres ladrones hicieron una cadena para sacar el tesoro de la iglesia. Por último, cruzaron la grieta dejando atrás el gran baúl y al dragón inmerso en su profundo sueño. Acamparon en el mismo lugar dónde lo hicieron unas noche antes, haciendo guardias dobles temerosos de que los hombres rata todavía andasen por el lugar.
El amanecer llegó sin novedades. El grupo partió hacia Stallanford, dónde fueron recibidos con alegría y sobretodo sorpresa. Alguien llamó a los monjes, que no tardaron en llegar a la plaza dónde se había reunido una multitud en torno a los aventureros. Los monjes besaron repetidamente a los héroes, agradeciéndoles fervientemente por el éxito de su gesta. Los monjes explicaron que con el tesoro recuperado fundarían una nueva abadía en otro lugar, y recompensaron al grupo con 2000 monedas de oro. Sin haber negociado una cantidad exacta, los aventureros aceptaron las monedas de buena gana. Habían entrado en el cubil de un dragón, y habían salido con vida. Todo lo demás era banal. Ese día había que celebrar la vida. La fiesta duró hasta la madrugada.
El plano del monasterio, desvelado |
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